Publicado por Planeta en abril de 1968.
314 páginas (ADE).
La pequeña capital de provincias en donde Carmen Kurtz centra su relato, se convierte en protagonista de esta novela a través de los diversos tipos humanos que, en su afán por conseguir lo que piensan tener en la punta de los dedos, nos la describen.
Un foso infranqueable separa la ciudad, las generaciones, la moral e incluso la religión de ayer y la de hoy. La “santidad” decimonónica de Paquita, mujer del notario Cuéllar, se estrella contra la fría lógica de Guillermo y la ardiente rebeldía de Juana, sus hijos. Titi, la casi centenaria abuela, que se apoya en sus años para decir lo que otros callan; Soledad, la nieta, impía con los demás y con ella misma; el notario Cuéllar, enamorado platónico de Isabel Fornos; Epifanio García, peón y masovero de Gregorio Solanas el terrateniente; Marcial, el forastero; don Jesús, el joven coadjutor de la parroquia de Santa María que en vano trata de enderezar lo que está torcido, y otros personajes que, viviendo su problema desde el propio ángulo, componen el núcleo central de la obra.
Son tan varios los personajes como sus respectivos desenlaces. Algo así como si Carmen Kurtz quisiera dar un margen de confianza al lector y a la vida misma. Lo que sucederá “después” no es previsible, y por lo mismo lo deja a cargo del tiempo con sus posibles cambios e imprevistos.
La autora nos lleva desde el principio hasta el final de un personaje a otro en un discurrir constante y lógico. De nuevo encontramos en esta novela, la octava de Carmen Kurtz, una crítica acerba contra la hipocresía disfrazada de virtud de esa clase media que ha sido el punto de referencia de su obra.