Publicado por Taurus en abril de 1956. Número 17 de la colección El Club de la Sonrisa.
Rafael Azcona, autor de Vida del repelente niño Vicente —libro que abrió nuestra colección y del cual se han agotado en unos meses las tres primeras ediciones—, nos da ahora una novela extraña, imprevista y desconcertante: una novela en la que no hay amores turbulentos, ni pasiones arrebatadoras; en la cual no se celebran ni bautizos, ni asesinatos; en cuyas páginas únicamente aparecen gentes sencillas y vulgares, sin complejos ni ambiciones, gentes que son felices y desgraciadas por motivos que están delante de sus narices y no detrás de las del autor.
Porque Los muertos no se tocan, nene, es la transcripción hecha por un humorista de esa epopeya pequeñita de acción mínima y estilo bajito que, animada por las pompas fúnebres y entonada por ese coro tan gracioso que es siempre un velatorio, montamos los vivos en torno a los muertos recién hechos: don Fabián Bigaro Perle, jubilado jefe de burocracia civil de segunda clase, muere, después de pensarlo mucho, a los noventa y pico años de edad, y sus deudos, inconsolables dentro de lo que cabe, se dedican a preparar su entierro.
Nada hay en este libro de macabro o repulsivo; su autor lo ha resuelto con un humor en el que se dan la mano y juegan al corro la ternura y la comicidad, la piedad y el sarcasmo, la ironía y la ingenuidad.
Aparentemente contradictoria, esta novela es tan elemental como la vida misma; Los muertos no se tocan, nene, es, en resumidas cuentas, no una agria caricatura de una porción de humanidad, sino a manera de uno de esos espejos de barraca de feria que, destacando nuestros defectos, pueden animarnos a adelgazar, a no mirar con ojos atravesados, y quién sabe si a cosas más importantes... Por ejemplo: a eliminar de nuestras preocupaciones esa afición inefable que, quien más, quien menos, sentimos por hacer el ridículo, por fastidiarnos a nosotros mismos y a nuestros prójimos con prejuicios, dimes, diretes, pitos y flautas.